Ya debería saber que todo volvía a Yemen

Ya debería saber que todo volvía a Yemen, como escenas que iba robando con su cámara de mala resolución, perdiéndose en el tiempo hasta que yo no tenía nada más que el dolor provocado al ver ahora las llaves del auto sobre su viejo ukelele.

Ese ukelele que jamás oí tocar.

Mientras yo estoy soñando aún escucho a veces, el recuerdo de una melodía infantil, tan suave, que al despertar no estoy segura de si verdaderamente pasó, o si para mi mente era más fácil repetir viejas canciones de la radio, en vez de esperar a que él algún día decidiera tocarlas para mí.

Y aún así, me bastaba una confesión ajena, que no era de más amor que propio y cuyo único objetivo era la autocompasión, y no el abrirme su corazón, para ganar otra vez la confianza y lazarme de lleno en una cama cuyo colchón tan fino apenas tenía lugar para dos.

Debería simplemente aceptarlo, que a Yemen jamás le había importado tocar una canción para mí. Y también debería aceptar, que Yemen era egoísta, y que nunca me amó.

Basta con revisar las escenas de esa cámara para ver a esa chica que aparece en cada una de sus fotos, con su pelo rubio platinado llamativo por la falta de brillo del aparato, siempre mirando más allá, al mar, al piso, fingiendo dormir todo con tal de no sonreírle a la cámara, esa chica que no soy yo.

Fue sólo un verano, y aún así, las playas sucias y atestadas de gente, y sus amigos irritantes no se volvían más que personajes de ésta película secundaria en la que estábamos, dónde ambos jugábamos a saber amar y jugábamos a saber perder.

Cosas que a Yemen nunca le preocuparon.

Cosas que, sólo logré ver mucho más tarde, nunca aprendí.

Fue muy fácil para mí llorar frente al mar, y esperar cada día a escuchar esa melodía, y a que volviera de salir con sus amigos y quisiera mostrarme amor de la única forma que sabíamos, con el frío aire de mar entrando sin piedad. Cuando Yemen llegaba me retaba por congelar el lugar, y yo le sonreía, porque solo lo había hecho para que él me abrazase en la noche.

Y aún así, a través de los meses y las aceptaciones, me seguía despertando con el murmullo de las notas en la punta del oído, y media cama vacía que no le quedaba ni una gota de triste calor.

Ahora ya no me despierto en una cama, sino en los asientos traseros de mi auto, y el calor es lo único que en este verano no me faltaba.

Sí que me faltaban otras cosas, igual. Dinero, mis amigos, con quienes inicié el viaje y abandoné a medio camino, un lugar dónde dormir, Yemen.

Pensándolo ahora, no debería haberlos dejado a todos seguir adelante sin mí, quedándome sola en aquella ciudad por el nuevo amor que había encontrado, por un ojo marrón oscuro y la lente de cámara fotográfica, que captura todo sin dejarte escapar.

También perdí a ese ser libre del que me enorgullecía, que siguió adelante con el resto, pero esa versión penosa que se quedó, la que soy yo ahora, quien no sentía vergüenza en esperar toda la noche en piso con los brazos y la cabeza descansando en la cama hasta que llegue él y ahí recién acostarnos juntos.

¿Por qué la chica de las fotos no miraba a la cámara? Si detrás de la cámara está Yemen, y oh, cómo ama la chica rubia a Yemen, tanto que dejo todo por él, y por ese departamento chico, sobre un bar asqueroso que da a la playa y junta cucarachas en sus esquinas.

Lo amaba tanto que le temía, ¡cómo no temerle a Yemen, quien lo toma todo sin piedad; sin preguntar!

Era muy fácil para él mirar a través de un lente digital, a ella le quedaban sus ojos reales, aunque era medio miope, eso y sus oídos que jamás escucharon una canción, y de tan dolidos comenzaron a imaginarlas.

Yemen tocaba todos los días para cualquiera, para su público, pero a ella parecía temerle, ¡a ella, quien nunca tomaba nada a cambio!

A ella, cuyo amor no necesitaba nada de él… más que lágrimas, dormir juntos, y alguien con quien calentarse cuando el mar se colaba por las ventanas y Yemen no estaba.

Hasta que Yemen llegó, para convertirse en el único de los tres que sentía el frío en ese departamento.

Entonces ella se subió al auto y simplemente manejó, lejos, hasta la playa más alejada de todas, dónde bajó el auto a la arena y se fue a dormir, sin Yemen, sin extraños.

La cámara, que él dejó en el auto aquel día sin darse cuenta, ahora se calienta y junta polvo sobre el asiento del acompañante, y las cosas que él había guardado en su baúl, ella no tenía confianza suficiente para tirarlas ni dolor suficiente para revisarlas.

Pasaron muchos días antes de que recibiera el mensaje, pero ahora ahí estaba, dónde él le había pedido, para hacer lo que él le había pedido. La oficina de correo estaba cerrada a la noche, y durmió frente a ella, así al entrar los primeros rayos de luz en la mañana no pudiera huir de su promesa.

Días y días lo había buscado en los lugares donde solían estar juntos; los buscaba en la cámara y visitaba como una lista que iba tachando, pero no había nadie allí, haciéndola sentir que sus recuerdos eran falsos, y que la cámara se los había robado todos, uno por uno, para devolvérselos a él.

Y ahora se iría la cámara también, por correo, a ese departamento sucio al que no la habían dejado entrar. También sus cosas dentro del baúl, y el ukelele que la acosaba en las mañanas como las pesadillas.


Ya sabía bien como todo volvía a Yemen, tan sólo ella no podía hacerlo.

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